Las huellas nacionales, y nacionalistas, abundan en una Constitución española, la de 1978, que por lo pronto es en buena medida tributaria de la apuesta correspondiente heredada del franquismo...
Las huellas nacionales, y nacionalistas, abundan en una Constitución española, la de 1978, que por lo pronto es en buena medida tributaria de la apuesta correspondiente heredada del franquismo. Hizo suyos los mismos imponderables que no pueden ser cuestionados, la misma trama territorial y buena parte de la simbología del régimen anterior. En su artículo 2, la Constitución mencionada no duda en enunciar solemnemente la indisoluble unidad de la nación española, que parece existir previamente al propio texto constitucional y no está sujeta, entonces, a discusión ni a decisión democrática. Nos hallamos ante una única nación que, portadora de una soberanía indivisible –si se admite la existencia de varias naciones culturales, sólo se acepta, en cambio, una única política-, no surge de la libre voluntad de las partes que la integran, posibilidad esta última que implicaría que éstas disponen de un poder discrecional al respecto. En su versión más abierta, la tesis referida asume un perfil de prosaico pragmatismo e invita a intercambiar reconocimiento de la pluralidad y de la diferencia, por un lado, y acatamiento de la trama unitaria, por el otro.
Otra manifestación de este nacionalismo silencioso, pero omnipresente, es la que cobra cuerpo al calor del propio concepto de
nación. Si ante ese concepto se suelen revelar dos posiciones bien distintas –la que considera que es un lamentable artificio encaminado a ratificar o alcanzar privilegios y la que estima que las sociedades
modernas se estructuran libre y
naturalmente en naciones-, no parece haber hueco para una tercera, la característica de muchas de las modulaciones del nacionalismo español, que considera que todas las naciones, excepto la propia, responden a ejercicios malsanos de invención que merecen repulsa y represión. Para muchos nacionalistas españoles, la suya es una nación incontestable, mientras que las presuntas naciones de los demás obedecerían a artificiales enfermedades.
Desde la percepción común en el nacionalismo español, y por echar mano de las palabras de Cánovas, “la nación es cosa de Dios o de la naturaleza, no invención humana”. El propio Ortega y Gasset apostilla: “Es algo previo a toda voluntad constituyente de sus miembros. Está
ahí antes e independientemente de nosotros, sus individuos. Es algo en lo que nacemos, no es algo que fundamos”. En la trama argumental, llena de esencialismos, del nacionalismo español contemporáneo se impone al cabo, autoritariamente, la idea de que las discusiones al respecto de esto las resuelve, sin más, un texto legal, la Constitución en vigor, que se encarga de definir la realidad. Cuando es preciso se invoca, no obstante, alguna nueva mercancía importada que, como sucede con el
patriotismo constitucional, tendría como propósito mayor ocultar la condición nacionalista del discurso propio, sentando las bases de una suerte de orgullo nacional no vinculado con el nacionalismo. Ese orgullo se perfilaría en torno a la defensa de valores cívicos y sería afortunadamente distinto de las aberraciones que los
nacionalismos de la periferia acarrearían.
Nosotros seríamos, entonces, civilizados patriotas frente a la ignominia premoderna de nuestros oponentes.
Claro que una señal más de la existencia del nacionalismo que nos atrae es la demonización de los nacionalismos competidores. La letanía de adjetivos que se reserva a éstos se larga: inmotivados y descarriados, portadores de demandas absurdas, totalitarios, étnicos y disgregadores, intolerantes y excluyentes, asentados en oscuras patologías y xenófobos, acomplejados y, llegado el caso, violentos. Lo que despunta al final es el designio de distinguir con claridad
lo nuestro de lo ajeno. Lo nuestro se caracterizaría por su naturalidad y normalidad, enfrentadas al artificio (mal) intencionado y a la patología de los
nacionalismos periféricos. Los nuestros son inteligentes y cultos, frente a la estulticia y la incultura de los demás.
Fuente: En defensa de la consulta soberanista en Cataluña. Carlos Taibo. Los Libros de la Catarata. Madrid.2014.
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