Los hombres se congregan en grupos porque tienen conciencia de lo que les une: vínculos de territorio, idioma y ascendencia comunes...

Los hombres se congregan en grupos porque tienen conciencia de lo que les une: vínculos de territorio, idioma y ascendencia comunes; esos vínculos son únicos, impalpables, definitivos. Las fronteras culturales son algo natural en el hombre, surgen de la interacción de su esencia interior y su entorno y su experiencia histórica. La cultura griega es exclusiva e inagotablemente griega; la India, Persia, Francia, son lo que son, no otra cosa. Nuestra cultura es nuestra; las culturas son inconmensurables; cada una es como es, su valor infinito, como las almas a los ojos de Dios. Eliminar una a favor de otra, sojuzgar a una sociedad y destruir una civilización, como han hecho los grandes conquistadores, es un crimen monstruoso contra el derecho a ser uno mismo, a vivir de acuerdo con sus propios valores ideales. Si se exilia a un alemán y se le instala en América, será desgraciado; padecerá porque uno sólo puede ser feliz, puede operar libremente, entre los que le entienden. Estar solo es estar entre hombres que no saben lo que tú pretendes. Exilio, soledad, es hallarse entre gentes de palabras, gestos, caligrafía, ajenos a los tuyos, de conducta, actitudes, sentimientos, reacciones instintivas y pensamientos y placeres y dolores, demasiado alejados de los tuyos, cuyos puntos de vista y cuya formación, cuyo tono y cualidad de vida y cuyo ser, no son los tuyos. Los hombres tienen muchas cosas en común, pero no es eso lo que más importa. Lo que les individualiza y les hace lo que son, lo que hace posible la comunicación, es lo que no tienen en común con todos los demás. Las diferencias, peculiaridades, matices, el carácter individual lo son todo en suma.

 

Fuente: El fuste torcido de la humanidad. Isaiah Berlin. Edicions 62. Barcelona. 1992.

 

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