Los niños no son tan inocentes como imaginamos...
Los niños no son tan inocentes como imaginamos. Sufren sentimientos de desamparo y muy pronto se dan cuenta del poder que tiene su encanto natural para remediar su debilidad en el mundo adulto. Aprenden a tomar parte en un juego: si su inocencia natural logra convencer a un padre para que ceda a sus deseos una vez, es que hay algo que pueden utilizar estratégicamente siempre para salirse con la suya, mostrándose muy efusivos en el momento oportuno. Puesto que su vulnerabilidad y debilidad son tan atractivas, las pueden emplear para alcanzar su objetivo.
¿Por qué nos seduce la naturalidad de los niños? En primer lugar, porque todo lo natural tiene un efecto misterioso sobre nosotros. Desde el comienzo de los tiempos, fenómenos tan naturales como un magnífico animal, una tormenta con rayos o un eclipse han infundido en los seres humanos un sobrecogimiento teñido de miedo. Con frecuencia, cuanto más civilizados somos, mayor es el efecto que tales acontecimientos naturales nos producen; el mundo moderno nos rodea de tantas cosas fabricadas y artificiales, que algo repentino e inexplicable nos fascina. Los niños poseen este poder natural, pero porque no suponen ninguna amenaza y son humanos, porque no inspiran sobrecogimiento, sino encanto. La mayoría de la gente trata de complacer, pero los niños lo hacen sin esfuerzo, desafiando la explicación lógica, y lo que es irracional suele resultar peligrosamente seductor.
Aún más importante es que el niño representa un mundo del que se nos ha exiliado para siempre. Como la vida adulta está llena de aburrimiento y concesiones, abrigamos la ilusión de la niñez como una especie de edad dorada, aun cuando muchas veces sea un período de gran confusión y dolor. Sin embargo, no puede negarse que la infancia posee ciertos privilegios y que de niños tenemos una actitud placentera ante la vida. Ante un niño con un encanto particular, solemos sentir nostalgia: recordamos nuestro pasado dorado, las cualidades que hemos perdido y deseamos recuperar. Y en su presencia, algo de ello vuelve a nosotros.
Los seductores naturales son personas que impidieron de algún modo la pérdida de ciertos rasgos infantiles debido a la experiencia adulta. Pueden ser tan seductores como un niño porque resulta sobrenatural y maravilloso que hayan conservado dichas cualidades. Por supuesto, no son literalmente como niños, pues eso les haría odiosos o dignos de lástima. Lo que han conservado es el espíritu, y la puerilidad no escapa de ningún modo a su control. Muy pronto perciben el valor de preservar esa cualidad particular, el poder seductor que contiene. Adaptan y elaboran sus rasgos infantiles del mismo modo que un niño aprende a jugar con su encanto natural. Esa es la clave. Todos tenemos el poder de hacer lo mismo, puesto que en nuestro interior acecha un niño travieso, deseoso de ser liberado. Para lograrlo, debemos ser capaces de dejarnos llevar hasta un cierto punto, pues no hay nada menos natural que parecer vacilante. Recordemos el espíritu que una vez tuvimos; dejémosle volver sin cohibirnos. La gente es mucho más indulgente con los que se entregan de lleno, con quienes parecen incontrolablemente simples, que con el adulto indiferente con una vena infantil. Recordemos quiénes éramos antes de volvernos tan educados y retraídos. Para asumir el papel del seductor natural, en toda relación hay que situarse mentalmente como el niño, el más joven.
Fuente: El arte de la seducción. Robert Greene. Espasa Calpe. Madrid. 2001.
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