Los progresistas suelen ser, por naturaleza, catastrofistas y destructivos...

Los progresistas suelen ser, por naturaleza, catastrofistas y destructivos. Mi intención, no es abonar sus teorías. Aunque las malas noticias siempre superan a las buenas -una buena noticia nunca es noticia- y aunque este fin de siglo se presenta envuelto en malestar, inseguridad e incertidumbre, conviene recordar lo que afirmó Tocqueville al estudiar el antiguo régimen: la intranquilidad no surge en épocas de abundante miseria. Surge cuando las cosas mejoran, cuando la gente tiene tiempo para pensar sobre expectativas insatisfechas y esperanzas frustradas. Tiene tiempo para ello porque ha crecido el bienestar, se vive mejor que en tiempos en que la supervivencia era la preocupación básica y única de una gran mayoría.

Debemos el crecimiento del bienestar a la modernización. Al mismo tiempo, hemos dejado de creer en el progreso, ese gran concepto que iluminó a los ilustrados dieciochescos. Los filósofos de entonces creían ciegamente en el progreso de la humanidad, creían que el desarrollo del conocimiento y de la ciencia y la mejora de la vida humana eran dos realidades paralelas. Pensaban que la historia evolucionaba necesariamente en sentido positivo, que el futuro siempre sería mejor que el pasado. Los horrores del siglo XX han acabado con la fe en el progreso: las dos guerras mundiales, el fracaso de la última utopía -el comunismo-, los conflictos de Bosnia, Chechenia, los fascismos y neofascismos, todo viene a demostrar que somos incapaces de resolver nuestras diferencias sin hacer uso de la violencia o del terror, que somos incapaces de prosperar ayudándonos los unos a los otros. ¿Cómo creer en el progreso si nuestra forma de resolver o inhibirnos de los conflictos tiene un aspecto cada vez más inhumano?

Si la idea de progreso ha perdido crédito, lo ha ganado, sin embargo, la idea de modernización. La modernización es el estandarte de las políticas triunfantes. Modernizar la economía, las administraciones, la enseñanza, el sistema sanitario, las comunicaciones significa estar a la altura del desarrollo que exigen los tiempos. Un país modernizado es un país donde la calidad de vida de sus habitantes mejora. ¿Modernización significa progreso? De algún modo, así es: innovación tecnológica, formación de las personas -hoy rebajadas al deprimente apelativo de “recursos humanos”-, crecimiento productivo y crecimiento económico. Modernizarse es crecer tecnológica y económicamente. La pregunta que me hago y creo que hay que hacerse es si tal crecimiento, imprescindible sin ninguna duda, significa siempre progreso en el sentido más pleno del término: progreso ético, progreso humano. ¿Las sociedades tecnológicamente avanzadas, ricas, han conseguido humanizarse más que las subdesarrolladas? No me estoy planteando la pregunta nostálgica y tópica de si los hombres vivían más felices sin técnica y sin las novedades que ahora tenemos. Si se vivía más a gusto en una sociedad sin tráfico, sin prisas, sin la dependencia de los electrodomésticos, sin el vértigo del ruido y movimiento constantes, cuando el pan se hacía en casa y la luz, el agua y la habitación individual eran puro lujo. Está claro que la respuesta es no. Vivimos mejor ahora. Agradecemos las comodidades de la sociedad tecnificada y acelerada. Es la sociedad que ha permitido el trabajo de la mujer, las vacaciones pagadas, la seguridad social, la jubilación, la educación gratuita y los viajes del Inserso. Todo eso es progreso, no hay duda. Pero es un progreso insuficiente. También por culpa de la técnica que tantas comodidades nos proporciona, hay más parados y más necesidades insatisfechas. El mundo que hemos hecho no acaba de gustarnos. Algo hemos hecho mal o hemos dejado de hacer que provoca una mueca de disgusto si miramos un poco más allá de nuestras narices. Las narices de los que vivimos bien, satisfechos, sin demasiados motivos de queja. Ni la innovación técnica ni el crecimiento macroeconómico nos permiten contemplar el futuro sin inquietarnos.

 

Fuente: El malestar de la vida pública. Victoria Camps. Grijalbo. Barcelona. 1996.

 

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