Los teólogos, siempre fieles al proyecto de cegar a los hombres; los agentes de los gobiernos, siempre dispuestos a oprimirlos, suponen gratuitamente que la gran mayoría de los hombres...
Los teólogos, siempre fieles al proyecto de cegar a los hombres; los agentes de los gobiernos, siempre dispuestos a oprimirlos, suponen gratuitamente que la gran mayoría de los hombres está condenada a la estupidez que entrañan los trabajos puramente mecánicos o manuales; creen que los artesanos son incapaces de elevarse a los conocimientos necesarios para hacer valer sus derechos de hombres y ciudadanos. ¿Acaso no se dirá que esos conocimientos resultan muy complicados? Supongamos que se hubiera empleado, para esclarecer a las últimas clases, la cuarta parte de tiempo y de cuidado que se utilizó para embrutecerlas; supongamos que en vez de poner en sus manos un catecismo de absurda e ininteligible metafísica, se les hubiera proporcionado uno que contuviera los primeros principios de los derechos del hombre y sus deberes, fundados sobre los derechos; nos habríamos asombrado del término al que habrían llegado siguiendo esa ruta, concretada en una buena obra de carácter elemental.
Suponed que en lugar de predicarles esta doctrina de paciencia, de sufrimiento, de abnegación de sí mismos y de envilecimiento, tan cómoda para los usurpadores, se les hubiese predicado la de conocer sus derechos y el deber de defenderlos; entonces se habría comprobado que la naturaleza que ha formado a los hombres para la sociedad, les ha concedido todo el buen sentido necesario para formar una sociedad razonable.
Fuente: Máximas, pensamientos, caracteres y anécdotas. Chamfort. Ediciones Península. Barcelona. 1999.
« volver