Muchos hombres de letras norteamericanos a mitad de los años sesenta abrigaban de hecho esperanzas de acceder a la clase alta de la literatura...
Muchos hombres de letras norteamericanos a mitad de los años sesenta abrigaban de hecho esperanzas de acceder a la clase alta de la literatura, o por lo menos situarse a la par con los novelistas, una idea que probablemente desconcertaría hasta al sofisticado público lector de la época. Su apreciación de la frase “hombre de letras” se acercaba probablemente a la de T.S. Eliot, quien les llamó en una ocasión “mentes de segundo orden” (y lo puso peor al explicar que
necesitamos mentes de segundo orden para llevar los libros y contribuir a la circulación de las ideas de los demás) o a la de Balzac, quien declaró una vez que «la designación “hombres de letras” es el insulto más cruel que se le puede dirigir a un autor» (por cuanto indica que su categoría se deriva más de sus asociaciones literarias que de su talento como escritor). El hombre de letras suele ser un crítico, a veces un teórico o historiador literario, e invariablemente un doctor homeópata que aprovecha sus ensayos literarios como ocasión de efectuar comentarios sobre moral y sociedad. A pesar de esto, el hombre de letras ha sido en otro tiempo, durante unos veinte años, la figura literaria imperante.
Esto ocurrió en Inglaterra durante el período comprendido entre 1820 y 1840 que siguió a la decadencia de la poesía, una decadencia en categoría muy similar a la actual “muerte de la novela”. Esto se produjo en el preciso momento en que las grandes revistas literarias británicas se hallaban en auge, empezando por la
Edinburgh Review en 1802. Las críticas establecieron muchas convenciones literarias que persisten invariables hasta hoy, tales como la función del hombre de letras como disidente y oponente atrincherado en su poder y el empleo de la forma denominada “crítica-artículo”, en la cual el hombre de letras emplea el libro que reseña como pretexto para una excursión de recreo por un tema más general. Las revistas de crítica gozaban de poderosa influencia política, y sus directores eran celebridades. En 1831 Thomas Carlyle afirmó que el poeta reinante del período, Byron, le dijo que el poeta no era ya el rey indiscutido de la literatura; tenía que compartir ahora su trono con el hombre de letras. Hacia 1840 Carlyle se convenció de que el hombre de letras se había ya adueñado de todo. Llevó a cabo una famosa serie de conferencias sobre el Héroe; la conferencia número cinco versó sobre “nuestro más importante personaje”, el Héroe como Hombre de Letras. Irónicamente, fue durante esa misma década, 1840-1850, que una banda de Bárbaros literarios salieron de la nada para destronar al hombre de letras tan pronto como había surgido: videlicet, los novelistas realistas.
En Nueva York al iniciarse los años sesenta, donde no se hablaba más que de “la muerte de la novela”, el hombre de letras parecía resurgir otra vez. Se hablaba mucho de crear una “élite cultural”, basada sobre lo que los literatos locales imaginaban que existía en Londres. Tales esperanzas fueron destruidas, naturalmente, por la repentina aparición de otra horda de Bárbaros, los Nuevos Periodistas.
Fuente: El nuevo periodismo. Tom Wolfe. Editorial Anagrama. Barcelona. 1976.
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