Ni la calidad de la gestión de los ejecutivos ni el grado en que ésta resulta relevante pueden expresarse en forma de datos objetivamente mensurables...

Ni la calidad de la gestión de los ejecutivos ni el grado en que ésta resulta relevante pueden expresarse en forma de datos objetivamente mensurables. El hecho de determinar cuál es la productividad de los directivos de las grandes corporaciones no puede compararse al de calcular cuántos ladrillos puede poner en una hora un obrero de la construcción. Ni siquiera cabe evaluar fidedignamente a esos directivos en función de la rentabilidad de sus empresas, toda vez que los beneficios obtenidos por éstas dependen de muchos factores ajenos al control de los primeros. Es más, la rentabilidad puede venir dada por la propia perspectiva del observador. Así, la empresa energética Enron parecía a los ojos de la mayoría una empresa fabulosamente rentable, hasta que en 2001 se reveló como el arquetipo del fraude empresarial planificado; del mismo modo la empresa Toll Brothers, líder en la construcción de viviendas unifamiliares no siempre del mejor gusto, también pareció un gran negocio hasta que la burbuja inmobiliaria en Estados Unidos empezó a desinflarse. De ahí que la remuneración de los altos ejecutivos se vea determinada en gran medida por factores subjetivos, sin que quepa, incluso, descartar la influencia de las modas. En las décadas de 1950 y 1960 las grandes empresas no juzgaban relevante el contar con un director general famoso y carismático: éstos apenas aparecían en las portadas de las revistas económicas y las grandes empresas tendían a favorecer la promoción interna, dando prioridad al espíritu de equipo. Por oposición a ello, a partir de la década de 1980 los directores generales empezaron a convertirse en una suerte de estrellas del rock, llegando a constituir una seña de identidad de sus propias empresas en la misma medida en que éstas lo eran de sí mismos. ¿Son ahora los consejos de administración más sabios que cuando se escogían para llevar la empresa a sólidos relevos de dentro de la casa o es que sólo han pasado a ser víctimas del culto a las celebridades?

En segundo lugar, incluso hasta donde los consejos de administración estén en lo cierto a la hora de juzgar tanto la calidad de la gestión de los ejecutivos como el nivel hasta el cual la rentabilidad de la empresa puede verse determinada por ella, el sueldo que acaben recibiendo los más altos ejecutivos dependerá en gran medida de cómo actúen compañías. Así, las empresas de las décadas de 1960 y 1970 rara vez pagaban a quienes pudieran considerarse grandes figuras de la dirección ejecutiva sueldos que saltaran ostensiblemente a la vista. Por el contrario, unas retribuciones desmesuradas a la cúpula directiva tendían a interpretarse como un posible factor que minaba el espíritu de equipo y que daba origen a tensiones con los trabajadores. En esas circunstancias, incluso un consejo de administración que estimara oportuno contratar a ejecutivos del más alto nivel no tenía que ofrecer a estos remuneraciones astronómicas. Hoy en cambio, las retribuciones de millones o decenas de millones de dólares constituyen la norma e incluso aquellos consejos de administración contrarios a la idea misma de ejecutivos “superstar” terminan por ofrecer cuantiosísimas retribuciones, en parte para atraer a los ejecutivos que creen más capaces y, en parte, porque los mercados financieros podrían concebir sospechas respecto de una empresa que no remunerase generosamente a su propio director general.

 

Fuente: Después de Bush. Paul Krugman. Editorial Crítica. Barcelona. 2008.

 

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