No tengo hijos, y no lo lamento...
No tengo hijos, y no lo lamento. Verdad es que en esas horas de cansancio y debilidad en que uno reniega de sí mismo, me he reprochado a veces no haberme tomado el trabajo de engendrar un hijo que me hubiera sucedido. Pero esa vana nostalgia descansa en dos hipótesis igualmente dudosas: la de que un hijo nos sucede necesariamente y la de que esa extraña mezcla de bien y de mal, esa masa de particularidades ínfimas y extrañas que constituyen una persona, merezca tener sucesión. He empleado lo mejor posible mis virtudes, he sacado partido de mis vicios, pero no tengo especial interés en legarme a alguien. No, no es la sangre lo que establece la verdadera continuidad humana: el heredero directo de Alejandro es César, no el débil infante nacido de una princesa persa en una ciudadela del Asia; Epaminondas, al morir sin posterioridad, se jactaba con razón de que sus victorias fueran sus hijas. La mayoría de los hombres notables de la historia tuvieron descendientes mediocres, por no decir peor, dando la impresión de que habían agotado en sí mismos los recursos de una raza. La ternura del padre se halla casi siempre en conflicto con los intereses del jefe. Y si no fuera así, el hijo del emperador tendría que sufrir además las desventajas de una educación de príncipe, la peor de todas para un futuro monarca. Afortunadamente, en la medida en que nuestro Estado ha sabido crearse una regla para la sucesión imperial, ésta se determina por la adopción; reconozco en ella la sabiduría de Roma. Conozco los peligros de la elección y sus posibles errores; ni ignoro que la ceguera no es privativa de los afectos paternales; pero una decisión presidida por la inteligencia, o en la cual ésta toma por lo menos parte, me parecerá siempre infinitamente superior a las oscuras voluntades del azar y de la ciega naturaleza. El imperio debe pasar al más digno; bello es que un hombre que ha probado su competencia en el manejo de los negocios mundiales elija su reemplazante, y que una decisión de tan profundas consecuencias sea al mismo tiempo su último privilegio y su último servicio al Estado. Pero tan importante elección se me antojaba más difícil que nunca.
Fuente: Memorias de Adriano. Marguerite Yourcenar. Edhasa.Barcelona.1982.
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