Para las personas de la nación más próspera del mundo, las recesiones son a menudo crisis existenciales, tiempos en los que se pone en cuestión todo lo que creemos. En los años de abundancia pensamos en nuestra vida económica en términos casi mágicos -la sabiduría visionaria de la población a la hora de comprar acciones, el espíritu de marca que se supone que habita nuestras zapatillas de deporte-, pero en los tiempos difíciles las fantasías yacen en fragmentos por el suelo, y la espantosa realidad es mucho más dura debido a los sueños relucientes que las precedieron.
En 2008 y 2009, el mundo de la clase media se desmoronó. Cada vez que lo revisábamos, el valor de nuestro fondo de pensiones había caído una tercera parte; los amigos perdían el trabajo; sectores como el de la construcción y la fabricación de automóviles se estancaban; y descubríamos, con un sentimiento de exasperación, que debíamos mucho más por nuestra hipoteca de lo que valía nuestra casa. Las instituciones que eran el punto de referencia de la vida de la clase media se derrumbaban a nuestro alrededor. General Motors y Chrysler se declaraban en quiebra; Merrill Lynch, que actuaba como agente de personas corrientes, se vendía desesperadamente en un fin de semana de 2008; IndyMac, Wachovia, Washington Mutual, Bear Stearns y Lehman Brothers desaparecieron. Parecía que la sociedad misma se estaba desintegrando, y por primera vez en nuestras cómodas vidas burguesas, sentimos el toque atávico del pánico.
A nuestros padres y abuelos, sin embargo, estos acontecimientos pueden haberles parecido algo más familiares. El país recorrió prácticamente el mismo camino en los años 1929-1933, con el crack de la bolsa, el hundimiento de los bancos, el cierre de las fábricas y el aumento de las ejecuciones de hipotecas. Tan parecidos eran los dos desastres, que las comparaciones con la Gran Depresión se hicieron lugar común en los medios de comunicación en 2008; era el modelo inevitable que hay que considerar cuando se pretende entender algo de la debacle actual.
El crítico literario Edmund Wilson tituló su libro de ensayos sobre la Depresión The American Earthquake [“El terremoto estadounidense”], y aunque lo he leído varia veces en el curso de mi vida, no fue hasta 2009 cuando comprendí realmente qué quería decir con esa expresión. Si hubieras sido uno de los muchos que pusieron sus ahorros en acciones en los años veinte, habrías visto cómo tu inversión perdía la mitad de su valor, luego, perdía la mitad de lo que quedaba y, después, de nuevo la mitad. Si hubieras comprado tus acciones con margen, lo habrías perdido todo desde el principio.
Si hubieras sido una de las personas responsables que guardaba sus ahorros en el banco, puede que lo hubieras perdido igualmente. Las instituciones financieras estaban expuestas al desastre por definición, y cuando los bancos locales fallaron -como sucedió con casi la mitad de los bancos estadounidenses en los años siguientes al crack de 1929- podías tener claro que ningún simpático personaje del FDIC aparecería para echarte una mano. Simplemente perdías la mayor parte de tus ahorros. Y cuando el banco de tu ciudad se hundiera, tu ciudad se hundiría también.
Fuente: Pobres Magnates. Thomas Frank. Sexto Piso España. Madrid.2013.