Pocas ciudades han sido menos generosas que Viena para reconocer en vida a aquellos hombres a los que proclamaría héroes culturales después de su muerte. Limitándonos a la música, podemos citar a Franz Schubert, Hugo Wolf y Arnold Schönberg; pero el caso de Gustav Mahler es particularmente esclarecedor de esta duplicidad. Pues al mismo tiempo que se le celebraba como el más grande de los directores, que había elevado la Opera Imperial a una preeminencia hasta entonces no igualada, se le denunciaba como compositor corrompido (a causa de su origen semítico). Tanto en música como en pintura era la voz de la mediocridad, personificada en Hanslick y Makart, la que pudo dictar a la sociedad vienesa en su conjunto las pautas y juicios críticos que en su mayoría eran estériles y académicos. Pero también Hanslick era el mismo parte de la paradoja austríaca: en 1846, en una entusiasta recensión de Tannhaüser, este campeón de Brahms había estado entre los pocos que en los primeros tiempos cantaron las alabanzas de Richard Wagner, del que posteriormente se convertiría en archienemigo. En una ciudad que se vanagloriaba de ser matriz de la creación cultural, se les hacía, pues, la vida más que difícil a los verdaderos innovadores.
A la vuelta del siglo Viena era, asimismo el centro de la medicina mundial. Norteamérica debe no poco de su preeminencia en las ciencias médicas de nuestro tiempo a los millares de estudiantes de medicina que viajaron a Viena, en una época en la que los baremos de la medicina norteamericana eran escandalosamente bajos, a fin de estudiar con luminarias tales como Hebra, Skoda, Krafft-Ebing y Billroth. Sin embargo, en su propia ciudad natal a la obra pionera de Freud en psicoanálisis y de Semmelweis sobre la infección no se les prestó reconocimiento, porque sus contemporáneos no tuvieron la suficiente altura de miras como para reconocer la significación de su obra. El caso de Freud es demasiado conocido como para que importunemos repitiéndolo aquí. Semmelweis, quien descubrió que las uñas sucias de comadronas y parteros podían ocasionar tanto en la madre como en el hijo una infección fatal, se vio en la imposibilidad de propagar en Viena su descubrimiento, porque hubo médicos con influencias políticas, opuestos a sus hallazgos, que lo excluían de posiciones desde donde hubiese podido instrumentar esos hallazgos, y que le desacreditaron profesionalmente. Semmelweis murió en una institución para enfermos mentales quince años después de su salvífico descubrimiento, incapaz de hacer frente al ridículo que se le había infligido a él y a la obra de su vida.
Las implicaciones que sobre la sexualidad comportaban los puntos de vista de Freud herían la sensibilidad de la clase media vienesa, en tanto que las sátiras y polémicas de Karl Kraus atacaban su hipocresía y simulación en una prosa brillante, aguda y hábil. Los vieneses, en correspondencia, temían tanto discutir las alternativas que Freud y Kraus habían suscitado que nunca mencionarían por escrito públicamente sus nombres –de manera que concedían tácitamente la verdad de sus afirmaciones-. La resultante conspiración del silencio (Totschweigentaktik) no impidió que las obras de Freud se hiciesen conocidas en traducciones; pero en el caso de Kraus su alemán altamente idiomático, coloquial y lleno de juegos de palabras y, por consiguiente, intraducible, impidió que fuese conocido con holgura. El penetrante e imparcial espectador Robert Musil -cuya novela El hombre sin atributos supo captar la atmósfera de la Viena finisecular mejor que cualquiera otra obra histórica o literaria- expresó los sentimientos de muchos austríacos cuando señalaba que “Hay dos cosas contra las que no se puede luchar por ser demasiado largas, demasiado anchas, y no tener ni cabeza ni pies: Karl Kraus y el psicoanálisis”. Por muy centro intelectual y cultural que fuese, Viena era completamente incapaz de arrostrar a sus propios críticos.
Fuente: La Viena de Wittgenstein. Allan Janik y Stephen Toulmin. Athenaica Ediciones Universitarias. Sevilla. 2017.