Podríamos definir la consciencia de esta manera: sentir y percibir a la vez, y saber que se siente y se percibe. La consciencia supone el despertar. Un dormilón siente y percibe, pero no lo sabe, es inconsciente. Sin duda, la consciencia es la función más delicada y complicada de nuestra mente, y se han llevado a cabo miles de estudios científicos sobre la cuestión. Pero lo que aquí nos interesa es un modelo de comprensión que no sea a la vez ni demasiado falso ni demasiado complicado. Simplificando, diremos que existen tres niveles de consciencia.
El primero es el de la consciencia primaria, que es el conjunto de nuestras impresiones y sensaciones. Es una especie de consciencia animal y preverbal, que nos ayuda a adaptarnos al mundo que nos rodea. Por ejemplo, es la consciencia que hace que mientras leemos estas líneas también percibamos el cuerpo, los sonidos que nos llegan, los movimientos a nuestro alrededor, etc.
El segundo nivel es el de la consciencia identitaria, de donde proviene la noción del “yo” como resultado de estas impresiones. Es la consciencia que nos ayuda a realizar la síntesis de lo que vivimos, y a comprender que todas esas sensaciones nos pertenecen. Sí, nos habituamos a esa “evidencia”, nos olvidamos de ello y a veces, al pasar frente a un espejo o al escuchar a alguien pronunciar nuestro nombre, nos damos cuenta de repente de que somos “nosotros”, y nos sobreviene un discreto vértigo identitario: “¿Cómo? ¿Soy yo esa cara, esa persona a la que están llamando?”.
El tercer nivel es el de la consciencia reflexiva, capaz de tomar distancia respecto de ese “yo” y de observar, particularmente, los mecanismos. Es la consciencia que nos ayuda a comprender y reflexionar. La que nos lleva a comprender que hemos sido demasiado egoístas, o que estamos poniéndonos nerviosos, o que nos angustiamos.
¿Y la “plena consciencia”? ¿Dónde se sitúa en todo esto? Digamos que su práctica integra plenamente los tres niveles: el de la consciencia primaria, al que concede una importancia extrema, pues permite una forma de comprensión y pacificación de los fenómenos corporales y emocionales; el de la consciencia identitaria, punto de partida de la observación de nuestras cadenas de pensamientos, y el de la consciencia reflexiva que permite a la mente disociarse y liberarse de sus automatismos mentales.
Fuente: Meditar día a día. Christophe André. Editorial Kairós.Barcelona.2012.