“¿Por qué debería uno decir la verdad si puede serle beneficioso decir una mentira?”...

“¿Por qué debería uno decir la verdad si puede serle beneficioso decir una mentira?”.

Éste era el tema de las primeras reflexiones filosóficas de Ludwig Wittgenstein de que tenemos constancia. Más o menos a la edad de ocho o nueve años, hizo una pausa en algún umbral para considerar la cuestión. Al no encontrar ninguna respuesta satisfactoria, concluyó que, después de todo, no había nada malo en mentir en determinadas circunstancias. En una época posterior de su vida, describió el suceso como “una experiencia que, aunque no fuese decisiva en mi futuro modo de vida, resultaba en cualquier caso característica de mi naturaleza en esa época”.

En cierto aspecto, el episodio es característico de toda su vida. Contrariamente, digamos, a Bertrand Russell, que se dedicó a la filosofía con la esperanza de encontrar certeza donde previamente había percibido sólo duda, Wittgenstein fue atraído hacia esa disciplina por una compulsiva tendencia a ser asaltado por cuestiones semejantes a la más arriba descrita. La filosofía, podríamos decir, fue a él, no él a la filosofía. Experimentaba tales dilemas como intrusiones indeseables, enigmas que se abrían paso hacia él y le tenían cautivo, incapaz de seguir adelante con su vida cotidiana hasta que pudiera disiparlos con una solución satisfactoria.

Y aun con todo, la respuesta juvenil de Wittgenstein a este problema en particular es, en otro sentido, muy poco característica de él. Su fácil aceptación de la deshonestidad es fundamentalmente incompatible con la implacable veracidad por la que Wittgenstein era tanto admirado como temido de adulto. También es quizá incompatible con lo que él creía que era ser un filósofo. “Llámame un buscador de la verdad”, le escribió una vez a su hermana (la cual, en una carta dirigida a él, le había calificado de gran filósofo), “y me quedaré satisfecho”.

Esto apunta no a un cambio de opinión, sino a un cambio de carácter, el primero de muchos en una vida marcada por una serie de transformaciones, emprendidas en momentos de crisis y asumidas con la convicción de que el origen de la crisis era él mismo. Es como si la vida fuera una continua batalla contra su propia naturaleza. Siempre que lograba algo, lo hacía generalmente con la sensación de que era a pesar de su naturaleza. El logro definitivo, en este sentido, sería la completa superación de sí mismo, una transformación que haría que la filosofía en sí misma fuera totalmente innecesaria.

En una época posterior de su vida, cuando alguien le señaló que la inocencia infantil de G.E.Moore era algo digno de elogio, Wittgenstein objetó: “No veo por qué”, dijo, “a menos que también sea digno de elogio la de un niño . Pues no está usted hablando de la inocencia por la que un hombre ha luchado, sino de una inocencia que procede de una ausencia natural de tentación.”

El comentario apunta a una autovaloración. El propio carácter de Wittgenstein -la personalidad compulsiva, intransigente y dominante evocada en las muchas semblanzas escritas por sus amigos y estudiantes- era algo por lo que tenía que luchar. De niño tenía una disposición dulce y sumisa: ansioso por complacer, dispuesto a conformarse, y, como hemos visto, dispuesto a trapichear con la verdad. La historia de los primeros dieciocho años de su vida es, por encima de todo, la historia de esta lucha, de las fuerzas dentro y fuera de él que impulsan tal transformación.

 

Fuente: Ludwig Wittgenstein. Ray Monk. Editorial Anagrama. Barcelona. 2002.

 

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