¿Por qué filosofía? Para mantener la conciencia de que lo último que hemos conocido es siempre lo penúltimo...
¿Por qué filosofía? Para mantener la conciencia de que lo último que hemos conocido es siempre lo penúltimo, que nuestro mejor juicio no es sino un perfeccionado prejuicio. Conciencia del límite, en definitiva, con el que la filosofía no nos ofrece, ni mucho menos, la seguridad que da la ciencia, el consuelo que asegura la religión, ni el placer que el arte proporciona. ¿Para qué, pues, filosofía? Para mantener el tono, el nervio de nuestra capacidad de asombro e indagación, una capacidad que las doctrinas convencionales y de curso legal van siempre limando. Como es necesario el poeta para que nos salve del
uso y degradación del lenguaje, así mismo es necesario el filósofo para que cuestione lo que “ya todo el mundo sabe” y, sin embargo, no es verdad.
Y, sin embargo, las múltiples filosofías que conocemos han operado extrapolando las categorías de la ciencia o del saber convencional de su momento histórico. Platón extrapola las matemáticas, Aristóteles las categorías biológicas, la Ilustración las mecánicas. (Hoy las categorías emergentes son, quizás, las ecológicas, y las biológicas que regresan de su mano). A partir de ahí, el filósofo se plantea cuestiones que son a la vez de Perogrullo e irresolubles: qué es la vida, el mundo, el amor... Kant sabía que eran cuestiones a la vez irresolubles e insalvables; cuestiones que ni podremos nunca responder ni podemos dejar de plantearnos. Pero luego de él llegaron los idealistas, que lo transformaron todo en teología y, a continuación, los positivistas o los románticos, que pretendieron negar esta dimensión
dramática del filosofar. El positivista nos decía que sobre aquello de lo que no podemos dar respuestas verificables, mejor es callarse. El romántico nos decía que él sí tenía una facultad especial (una intuición simpática, mística, sentimental) que le permitía ver y responder a estas preguntas. Y, entre unos y otros (entre quien pretende tener una conexión con el Absoluto a través de un
pathos especial, y el que rechaza las preguntas que no tienen una respuesta “reductible a cláusulas de protocolo”), está quien sigue hurgando en estos problemas, a sabiendas de que no son solucionables, pero tampoco evitables. Este es el filósofo, creo yo.
Fuente: La funesta manía. Conversaciones con catorce pensadores españoles. Francesc Arroyo/Xavier Rubert de Ventós: la filosofía. Crítica. Barcelona. 1993.
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