Quisiera comenzar recordando aquel horror definitivo de Camus ante la posesión de cualquier bien...

Quisiera comenzar recordando aquel horror definitivo de Camus ante la posesión de cualquier bien, fuera el que fuese, en este mundo, cosa que lo situaba en los antípodas de los burgueses. Decía, y lo escribió a menudo, que le gustaban las casas desnudas, como las de los españoles y los árabes; también dijo que su lugar predilecto para escribir era una habitación de hotel. La obsesión por la seguridad, la conservación de privilegios materiales, cualquier tipo de conformismo en las ideas, las costumbres, la organización de la vida, todo ello le era completamente ajeno. Durante mucho tiempo, el único freno que tuvo en cuenta para su apetencia sensual fueron las limitaciones impuestas por su enfermedad y su deseo de no aumentar las desdichas del mundo. El dinero, los honores, la consideración, en resumen, todo lo burgués le horrorizaba. En aquella época, el burgués evocaba también al “imbécil”, que según Flaubert se cree obligado a llegar a una “conclusión”, o al “granuja”, según Sartre. Mejor aún: a aquel que, como Clamence, el protagonista de La caída, denuncia la mala fe de la buena conciencia.

En su comportamiento cotidiano, Camus no apelaba a ningún orden establecido, a ningún valor admitido ni a ninguna rutina social. En cada momento y para cada decisión reinventaba su propia moral. Le gustaba la compañía de los marginales y las prostitutas (que le proporcionaba, según él, un enriquecimiento superior), lo cual le acercó a Dostoyevski. La vida “regular” sólo se justificaba para él en los períodos de trabajo intenso. En el placer, se entregaba con una violencia exaltada, con un misticismo pagano; como Lorca. Este respeto por la felicidad le hacía horrorizarse ante cualquier cálculo, cualquier acomodo, cualquier costumbre. Entre las conversaciones que mantuvo conmigo no hay ni una que no contenga un cuestionamiento total del orden burgués. Por ejemplo, sobre la manera en que la burguesía había transformado desde hacía siglos las relaciones entre las personas; sobre el carácter constreñido de unos seres “cerrados en sí mismos, que sólo huyen del banco de hielo de París para marchar a su repugnante residencia en el campo”. Camus pensaba, en resumen, que la burguesía sólo tenía realidad en el despotismo de la impostura, caracterizado por el desprecio; un desprecio que la burguesía no podía menos de provocar por su propia esencia.

 

Fuente: Camus. A contracorriente. Jean Daniel. Galaxia Gutenberg. Barcelona. 2008.

 

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