Se ha dicho que persigo mi juventud. Es verdad. Y no sólo la mía. Más aún que la belleza, la juventud me atrae, y de modo irresistible. Creo que la verdad está en ella; creo que tiene siempre razón contra nosotros. Creo que, lejos de intentar instruirla, es en ella donde nosotros, los mayores, debemos buscar instrucción. Y bien sé que la juventud es capaz de errores; sé que nuestro papel es prevenirlos lo mejor que podamos; pero creo que a menudo, intentando preservar la juventud, la impedimos. Creo que cada generación nueva llega cargada de un mensaje y debe entregarlo; nuestro papel es ayudarla a que lo entregue. Creo que lo que se llama “experiencia” no es a menudo más que fatiga inconfesada, resignación, sinsabor. Creo verdadera, trágicamente verdadera, esta frase de Alfred de Vigny, que parece sencilla sólo cuando se la cita sin comprenderla: “Una hermosa vida es un pensamiento de juventud realizado en la edad madura”. Poco me importa por lo demás que el mismo Vigny no haya visto quizá en ella toda la significación que yo le doy; es una frase que hago mía.
Muy pocos de entre mis contemporáneos han permanecido fieles a su juventud. Casi todos han transigido. Es lo que llaman “dejarse instruir por la vida”. Han renegado de la verdad que habitaba en ellos. Las verdades prestadas son aquellas a las que la gente se agarra con más fuerza, tanto más cuanto que son extrañas a nuestro ser íntimo. Se necesita mucha más precaución para entregar nuestro mensaje, mucha más audacia y prudencia, que para adherirnos y añadir nuestra voz a un partido ya constituido. De ahí esa acusación de indecisión, de incertidumbre, que algunos me arrojan a la cabeza, precisamente porque he creído que es ante todo a uno mismo a lo que hay que permanecer fiel.
Fuente: Diario. André Gide. Alba Editorial. Barcelona. 1999.