Se preguntarán ustedes por qué les estoy atiborrando aquí con problemas que no tienen sino interés meramente histórico...
Se preguntarán ustedes por qué les estoy atiborrando aquí con problemas que no tienen sino interés meramente histórico. Pues bien, esta prehistoria que acabamos de evocar ya nos ha alcanzado. Y la venganza de los parias no está exenta de una cierta ironía negra, pues, como todos ustedes sabrán, el analfabetismo que acabamos de desenterrar ha regresado bajo una forma que ya no tiene nada de honrosa: nos estamos refiriendo al analfabeto secundario, que desde hace algún tiempo está dominando la escena pública.
Este personaje se siente satisfecho: no sufre por culpa de la falta de memoria que padece, le alivia el hecho de que no disponga de voluntad propia, aprecia su incapacidad de concentración, y cree una ventaja no saber nada y no comprender qué le está ocurriendo. Es maleable; se adapta a todo; dispone de una considerable capacidad de salirse con la suya. Así que no es preciso que nos preocupemos por él. A la euforia de que hace gala este analfabeto secundario contribuye que no es consciente de ser un analfabeto secundario. Se cree bien informado, es capaz de descifrar instrucciones de manejo, pictogramas y talones, y se mueve en un entorno que le aísla herméticamente de cualquier ataque contra su consciencia. Resulta impensable que pudiera fracasar frente a su entorno, pues éste lo ha creado y moldeado para garantizar su propia pervivencia.
El analfabeto secundario es el producto de una nueva fase de la industrialización. Porque una economía cuyo problema ya no reside en la producción sino en las ventas, ya no tiene necesidad de un ejército de reserva disciplinado: necesita consumidores cualificados. Con la desaparición del obrero industrial y del oficinista tradicionales también resulta obsoleto el entrenamiento estricto al que éstos estaban sometidos. En estas condiciones el analfabeto deviene una rémora que hay que sacarse de encima lo antes posible. Con la aparición de esta nueva situación, la tecnología de nuestros días también ha desarrollado la solución adecuada, y de todos los
mass media, el ideal para el analfabeto secundario es la televisión.
Probablemente la mayor parte de las teorías que circulan acerca de este fenómeno sean falsas. Sé lo que me digo, porque todavía no han transcurrido veinte años desde que yo mismo auguré maravillosas posibilidades emancipadoras a los medios electrónicos. En todo caso, mi infundamentada esperanza de entonces tuvo el mérito de la osadía. Cosa que no puede afirmarse de las divagaciones de un sociólogo estadounidense que hoy está en boca de todos: “Cuando un pueblo entero se deja distraer por trivialidades, cuando la vida cultural queda redefinida como serie infinita de actividades de entretenimiento, como gigantesca empresa de la diversión, cuando el discurso público deviene palabrería siempre idéntica, en resumidas cuentas, cuando los ciudadanos se convierten en meros espectadores y sus asuntos públicos acaban reducidos a simples números de un espectáculo de variedades, entonces la nación está en peligro y la muerte de la cultura es una amenaza real.”
Tan sólo ha habido un cambio de terminología; por lo demás, la argumentación del norteamericano de 1985 es idéntica a la de aquel buen suizo que en 1795 lanzó un
Llamamiento a la nación para advertir del inminente ocaso de la cultura. No cabe duda que Mr. Postman da en el clavo al aseverar que la televisión es una mierda pinchada en un palo. Lo sorprendente es que esto le parezca criticable. Porque precisamente a esta su imbecilidad congénita le debe la televisión su irresistible atractivo, su éxito.
Fuente: Mediocridad y delirio. Hans Magnus Enzensberger. Editorial Anagrama.Barcelona.1991.
« volver