Sin embargo, en aquel gabinete de trabajo de Maitland Park Road ...
Paul Lafargue [1890]
Sin embargo, en aquel gabinete de trabajo de Maitland Park Road -donde desde todas las partes del mundo civilizado confluían los camaradas para consultar al maestro de la causa socialista- no se me apareció como el incansable e incomparable agitador socialista, sino como erudito. Aquel gabinete es histórico, y es preciso conocerlo para poder penetrar en la vida intelectual de Marx por el lado íntimo. Estaba situado en el primer piso, y la amplia ventana que confería tanta luminosidad al cuarto, daba al parque. A ambos lados de la chimenea, y frente a la ventana, las paredes estaban cubiertas de estanterías repletas de libros, y cargadas hasta el techo con manuscritos y paquetes de periódicos. Frente a la chimenea, y a un lado de la ventana, había dos mesas cubiertas de papeles, libros y diarios. En el centro de la habitación, donde la luz era más favorable, estaba la pequeña y sencilla mesa de trabajo (90 centímetros de largo por sesenta de ancho) y el sillón de madera. Entre el sillón y la estantería, frente a la ventana, había un sofá de cuero en el cual se echaba Marx de tiempo en tiempo para descansar. En la repisa todavía había más libros, y entre ellos cigarros, cerillas, cajitas de tabaco, pisapapeles, fotografías de sus hijas, de su esposa, de Wilhelm Wolff y de Friedrich Engels. Marx era un gran fumador.
”El Capital no me producirá tanto dinero como me costaron los cigarros que me fumé para escribirlo”, me dijo en una ocasión. Pero todavía era mayor consumidor de cerillas: se olvidaba tantas veces de su pipa o de su cigarro, que para encenderlos siempre de nuevo, las cajillas de cerillas se vaciaban con increíble rapidez.
Marx no permitía que nadie ordenara, o más bien desordenara sus libros y papeles. Por otra parte, el desorden reinante sólo era aparente: todo se encontraba en el sitio preciso que él deseaba, y sin tener que buscar, siempre cogía el libro o cuaderno que en aquel momento necesitaba. Incluso en medio de una conversación se interrumpía a menudo para demostrar con ayuda de un libro alguna cita o cifra que acababa de utilizar. Formaba una unidad con su gabinete de trabajo, cuyos libros y papeles le obedecían como sus propios miembros.
Para la colocación de sus libros no se guiaba por la simetría externa, y así podían verse mezclados los formatos en cuarto, en octavo y los folletos. No ordenaba los libros por su tamaño, sino según su contenido. Los libros no eran para él objetos de lujo, sino herramientas intelectuales: “Son mis esclavos y deben servirme según mi voluntad.” Maltrataba sus libros sin respetar el formato, la encuadernación, la belleza del papel o la impresión. Doblaba las esquinas, cubría los márgenes de trazos de lápiz y subrayaba las líneas. No hacía anotaciones en sus libros, pero en ocasiones no podía evitar un interrogante o una exclamación cuando algún autor se pasaba de la raya. El sistema de subrayados que utilizaba le permitía encontrar con la máxima rapidez los pasajes buscados en cualquier libro. Tenía la costumbre de volver a leer siempre de nuevo los pasajes señalados, incluso después de años, con el fin de retenerlos bien en su memoria, de extraordinaria agudeza y exactitud. Siguiendo el consejo de Hegel, entrenó su memoria desde la juventud, aprendiendo de memoria versos en alguna lengua desconocida para él. Conocía de memoria a Heine y Goethe, a los que citaba a menudo en sus conversaciones. Leía continuamente poetas escogidos de entre todas las literaturas europeas. Cada año leía a Esquilo en su texto original griego. A éste y a Shakespeare los veneraba como a los dos máximos genios dramáticos producidos por la humanidad. A Shakespeare, al que profesaba una admiración sin límites, lo había hecho objeto de profundos estudios, conociendo incluso los personajes más significantes. La familia entera profesaba un verdadero culto al gran dramaturgo inglés; sus tres hijas se lo sabían de memoria. Cuando después de 1848 quiso perfeccionar el idioma inglés, que ya sabía leer con anterioridad, buscó y ordenó todas las expresiones propias de Shakespeare. Lo mismo hizo con parte de la obra polémica de William Cobbett, por quien mostraba gran estima. Dante y Burns también formaban parte de sus autores predilectos; le producía una gran alegría poder escuchar a sus hijas recitar o cantar las sátiras o los poemas de amor del poeta escocés.
Fuente: Conversaciones con Marx y Engels. Hans Magnus Enzensberger. Editorial Anagrama. Barcelona. 2009.
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