Somos monos desnudos y desequilibrados que hablamos, pero también tenemos mentes que difieren considerablemente de los simios. La apariencia externa del cerebro del Homo sapiens es, en comparación con cualquier medida estándar, una adaptación extraordinaria. Nos ha permitido habitar en cualquier ecosistema de la Tierra, remodelar el planeta, pisar la Luna y descubrir los secretos del universo físico. Los chimpancés, con toda su valiosísima y pregonada inteligencia, son una especie amenazada de extinción, cuya población vive ceñida a unas pocas zonas de selva y continúa llevando el mismo tipo de vida que hace millones de años. La curiosidad que despierta en nosotros esta diferencia exige algo más que limitarse a repetir que compartimos la mayor parte de nuestro ADN con los chimpancés y que pequeños cambios pueden tener grandes efectos. Trescientas mil generaciones y unos diez megabytes de información genética potencial bastan para renovar de forma considerable una mente. En realidad, las mentes son más fáciles de renovar que los cuerpos, por el simple hecho de que el software es mucho más fácil de actualizar que el hardware. No debe sorprendernos el hecho de descubrir nuevas e impresionantes capacidades cognitivas en los seres humanos, siendo el lenguaje sólo la más obvia de todas ellas.
Nada de esto es incompatible con la teoría de la evolución. La evolución es un proceso conservadoramente calculador, sin duda, aunque no puede conservarlo todo o, de lo contrario, no habríamos ido más allá del verdín de un estanque. La selección natural introduce diferencias en la descendencia adecuándola a las especializaciones que la adaptan a diferentes nichos. En cualquier museo de historia natural se pueden admirar ejemplos de órganos complejos exclusivos de una especie o grupo de especies emparentadas; la trompa de los elefantes, el colmillo del narval, las barbas de la ballena, el pico del ornitorrinco, la armadura del armadillo. Estos órganos a menudo evolucionan rápidamente si se mide el proceso en relación a la escala del tiempo geológico. La primera ballena evolucionó en unos diez millones de años a partir de un antepasado común con sus parientes vivos más próximos, los ungulados como las vacas o los cerdos. Un libro sobre las ballenas podría, al modo en que lo hacen los libros dedicados a la evolución humana, denominarse La vaca desnuda, pero resultaría decepcionante si en cada una de sus páginas se dedican a maravillarse de las similitudes entre las ballenas y las vacas, y nunca abordara la discusión crítica de las adaptaciones que les hacen ser tan diferentes.
Fuente: Cómo funciona la mente. Steven Pinker. Ediciones Destino. Barcelona. 2000.