Una famosa historia victoriana informa de la reacción de una dama aristocrática a la principal herejía de su época...

Una famosa historia victoriana informa de la reacción de una dama aristocrática a la principal herejía de su época: “Confiemos en que lo que dice míster Darwin no sea cierto; pero, si es verdad, confiemos en que no se sepa de manera general”. Los profesores continúan relatando esta historia como una humillación hilarante de los delirios de clase (como si la clase alta pudiera proteger la moral pública mediante el secuestro permanente de un hecho básico de la naturaleza) y, a la vez, como una homilía absurda sobre el sino predecible de la ignorancia en relación a la ilustración. Y, sin embargo, creo que debiéramos rehabilitar a aquella dama como una aguda analista social y, al menos, como una profetisa menor. Porque lo que míster Darwin dijo es, efectivamente, cierto. Y, asimismo, no se sabe de manera general, al menos en nuestra nación.

¿Qué extraño conjunto de circunstancias históricas, qué rara desconexión entre la ciencia y la sociedad, puede explicar la paradoja de que la evolución orgánica (el concepto funcional básico de toda una disciplina, y uno de los hechos más firmes que jamás se haya validado por la ciencia) siga siendo un foco de controversia, incluso de escepticismo generalizado, en la América contemporánea?

En una sabia declaración que perdurará más allá de la base de su celebridad general, que se va desvaneciendo, Sigmund Freud afirmaba que todas las revoluciones científicas presentan dos componentes: una reformulación intelectual de la realidad física y una degradación vsiceral de Homo sapiens desde el dominio arrogante en la cima de un supuesto pináculo hasta un resultado concreto y contingente, por interesante e insólito que sea, de los procesos naturales. Freud señalaba dos de dichas revoluciones como fundamentales: el destierro copernicano de la Tierra desde el centro a la periferia, y la “relegación” (término que utiliza Freud) darwiniana de nuestra especie desde la imagen encarnada de Dios al “origen procedente de un mundo animal”. La cultura occidental se ajustó a la primera transformación con relativa gracia (a pesar de los afanes de Galileo), pero el reto de Darwin corta de manera mucho más cercana (y literalmente) al hueso. La geometría de un sustrato externo, una cuestión que, después de todo, es de bienes raíces, lleva consigo mucha menos carga emocional que la naturaleza de una esencia interna. El salmista bíblico evocaba nuestro miedo más profundo al comparar nuestra insignificancia corporal con la inmensidad cósmica, y después exclamaba: “¿Qué es el hombre, para que de él te acuerdes?” (Salmo 8). Pero a continuación dominaba esta ansiedad espacial con un bálsamo constitucional: “Y lo has hecho poco menor que Dios... Le diste el señorío... todo lo has puesto debajo de sus pies”. Darwin eliminó esta piedra angular de falso consuelo hace más de un siglo, pero muchas personas creen todavía que no pueden navegar por nuestro valle de lágrimas terrenal sin esta muleta.

La denigración y la falta de respeto no ganarán nunca la mente (por no mencionar el corazón) de estas personas. Pero la combinación adecuada de educación y humildad puede tender una mano de amistad y terminar eventualmente la embarazosa paradoja de una nación tecnológica que entra en un nuevo milenio con casi la mitad de su población negando activamente el mayor descubrimiento biológico que se haya hecho jamás. Tres principios podrían guiar nuestros esfuerzos pastorales: Primero, la evolución es verdad, y la verdad sólo nos puede hacer libres. Segundo, la evolución libera el espíritu humano. La naturaleza objetiva no puede, en principio, dar respuesta a las preguntas profundas sobre ética y significado que todas las personas de sustancia y valor han de resolver por sí mismas. Cuando dejamos de pedir más de lo que la naturaleza puede proporcionar lógicamente (y con ello nos liberamos para el diálogo genuino con el mundo exterior, en lugar de revestir a la naturaleza con falsas proyecciones de nuestras

 

Fuente: Acabo de llegar. Stephen Jay Gould. Editorial Crítica. Barcelona. 2003.

 

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