Vivir en una inmensa y orgullosa serenidad, con el espíritu alerta. Tener o no tener consigo sus pasiones, sus amistades, sus enemistades, llamarlas según su buen talante, despedirlas, condescenderlas con ellas durante unas horas; montarlas como se monta a los caballos –con frecuencia también a los asnos-, lo cierto es que hay que saber utilizar la estupidez y sus pasiones lo mismo que su fogosidad. Conservar sus trescientas correderas, llevar siempre los anteojos negros, pues hay ocasiones en que nadie debe poder mirarnos a los ojos, y menos aún escudriñar nuestro fondo. Y escoger por compañero ese vicio pícaro y alegre: la cortesía. Y seguir siendo dueño de nuestras cuatro virtudes: valor, lucidez, comprensión y soledad. Pues la soledad, en nosotros, es una virtud, una a modo de inclinación sublime y violenta, una necesidad de limpieza que adivina todo lo que hay de inevitablemente sucio en el contacto de los hombres “en sociedad”. Toda comunidad, un día u otro, de una u otra manera, nos hace comunes.
Fuente: Más allá del bien y del mal. Nietzsche. Editorial Edaf. Madrid. 1985.